Blanco sobre negro

Blanco sobre negro. Era la única imagen que aparecía ante sus cansados ojos; parpadeante, de ida y vuelta, producto del vaho que se acumulaba tras los cristales empañados de sus anteojos. Y en aquella visión perdió noción del tiempo y de toda realidad. Un paisaje difuso en cada espiración, nítido en cada inspiración; una alternancia de ritmo similar a la que llevaba buscando incontables horas y, de igual forma que tan repetitiva secuencia, creía tenerla como se desvanecía. No importaban el intenso dolor lumbar acumulado de incómoda posición ni la carga sostenida sobre aquellos hombros sufridores de aquella inmovilidad perenne. Sólo importaba la imagen; el blanco sobre negro inmenso; fundido sobre aquel mar azabache lacado profundo. Alzó ligeramente sus manos y, haciendo un esfuerzo por vencer las limitaciones de su maltrecho ser, estiró más allá de su dolencia artrítica los dedos, sumergiéndolos en aquel inmenso mar blanquecino de olas oscuras y simétricas. Cerró los ojos. Y todo empezó a desaparecer.

Sintió aquellas rémoras de su costado desaparecer, sumiéndolo en una paz que hasta aquel entonces nunca había conseguido sentir. Sus dedos se deslizaron por aquel cielo nacarado de vetas carbón y, descansando sobre cada uno de sus escalones, apretó sobre él la necesidad de subir uno más. Y aquel uno le llevaba a otro, conminándolo a seguir aquella espiral bicolor que en su juventud tantas veces había recorrido, y parecía ahora nunca recordar el camino que en aquel momento, y con los ojos cerrados, yacía ante él expedito, llano, libre para ser hollado por sus dedos. Retuvo la inspiración por unos segundos, sabedor de poder perder aquello que casualmente apareció ante sí si volvía a espirar y, conteniendo la emoción, recorrió su vasto terreno tantas veces como su mente le permitió.

Abrió los ojos y, exhalando todo el aire contenido, alzó sus manos del teclado y asiendo la pluma, volvió a escribir una linea más del pentagrama. Se levantó del pequeño banco y observó a su alrededor. Se encontraba viejo, cansado, y aquel extraño dolor del costado lejos de remitir iba cada vez a más. Su pacto con el Diablo había expirado ya hace tiempo, y parecían reclamarlo desde lo más profundo del averno. Volvió a mirar al pentagrama y, asiéndolo, volvió a reclinarse escribiendo la fecha de aquel día en la última nota escrita: » 4 de Diciembre de 1791 «. Sus ojos miraron a través del ventanal que daba a aquel sucio callejón de su querida Viena  y, aún empañados, admiraron las luces emergentes de la ciudad que le acogió… y que iba a verle morir.

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